La paradoja de escribir teatro es que luchas en soledad para abrir tu alma y hacer tu obra lo más sincera y personal posible para después dejarla en manos de un grupo de personas, con sus trayectorias biográficas concretas e intransferibles, que te apartarán a patadas si hace falta para hacerla suya.

O como decía George Sanders en All about Eve: "Lo peor de los actores es que piensan que ellos mismos han inventado lo que dicen en el escenario."

Y precisamente es esta, para mí, la belleza de hacer teatro: de qué manera nos obliga a compartir nuestra intimidad.

No encuentro mucho sentido en un proceso creativo donde el texto dramatúrgico vaya por un lado y el trabajo de dirección de actores y puesta en escena por otra, como compartimentos estancos que bailan juntos desde la distancia, bastante protegidos para no afectarse, bastante respetuosos para no ponerse en riesgo.

Hay tantas maneras de hacer teatro como montajes, pero mi experiencia me ha confirmado que solo el proceso creativo es transformador en profundidad cuando te permites cuestionar lo que haces, como lo haces y desde donde lo haces. Muchas veces son la vanidad o el ego el que nos llevan a creer que lo que tenemos que decir es bastante importante para ser escuchado; aun así, precisamente, es solo cuando transcendemos estos motores que podemos conectar con los otros, cuando perdemos posesión de nuestra propia obra.

Mi propuesta es muy sencilla:

Ponemos nuestros textos en manos de actores y actrices para descubrir qué invocan realmente las palabras que hemos escrito, y permitimos que esto haga evolucionar nuestro material. Aprendemos a leer lo que nos proponen los autores y las autoras yendo tan lejos como podamos. Rompemos las fronteras entre escribir teatro y hacer teatro. Disfrutamos de descubrirnos en los otros y de dejar la posesión, que no es otra cosa que desconfianza, fuera de la sala de ensayo.